Los partidos políticos peruanos se murieron hace una generación y no han resucitado. Muchos esperaban la vuelta de los partidos después de la caída de Fujimori, y algunos creían verla con el éxito electoral de Lourdes Flores y Alan García en 2001. Pero el éxito de Flores y García fue nada más que el éxito de Flores y García. Los partidos seguían debilitándose, y hoy están más muertos que nunca. En 2011, ningún partido establecido fue capaz de llevar candidato propio a la presidencia: todos los candidatos eran personalistas.
La democracia sin partidos tiene costos. Gobiernan los novatos. Tres de los últimos cuatro presidentes y el 70% del Congreso actual llegaron al poder sin experiencia alguna en un puesto público. Los que no son novatos son tránsfugas. Hoy es común encontrar políticos que han pertenecido a cuatro, cinco o seis partidos. El presidente de Tacna, Tito Chocano, ha tenido siete partidos. Máximo San Román ha tenido nueve. Y, más importante aún, la inexistencia de partidos sólidos debilita a la oposición. Como la mayoría de los partidos son poco más que listas de independientes y tránsfugas formados para una sola elección, suelen deshacerse en los periodos no electorales. Si la cabeza de la lista no tiene futuro político, muchos se van buscando un aliado más rentable, a veces el gobierno. La oposición partidaria queda fragmentada, debilitada, y en algunos momentos (casi) inexistente. Como señaló Juan Sheput esta semana, una oposición débil siempre hace daño a la democracia.
Es casi un consenso que el Perú necesita partidos más fuertes. Pero, ¿cómo conseguirlos?
Hasta ahora, la solución dominante ha sido el diseño institucional. A partir de 2000, hubo una serie de reformas electorales cuyo fin era fortalecer a los partidos. Se redujo el tamaño de las circunscripciones; se estableció una valla electoral; y se aprobó una Ley de Partidos con una serie de requisitos para la inscripción (gran número de firmas, comités provinciales, etc.). El objetivo era fomentar la consolidación de unos pocos partidos fuertes. Pero ha sido un fracaso total: los partidos son más débiles que hace 10 años. Algunos insisten con la reforma institucional. Piden la eliminación del voto preferencial o la introducción de un sistema electoral mayoritario como el de los EE.UU. Dudo que tales reformas tuvieran éxito (y además, un sistema mayoritario sería un desastre para la democracia, como ha señalado Eduardo Dargent). Los partidos fuertes no surgen nunca de la ingeniería electoral. Surgen del conflicto. Los partidos sólidos no se construyen cumpliendo con los requisitos de una Ley de Partidos. Se construyen luchando por o contra algo.
Para consolidarse como una organización duradera, un partido necesita dos cosas. Primero, un cemento que una a los políticos y cuadros más allá de sus ambiciones individuales. Puede ser una ideología o una identidad colectiva –una mística– basada en una historia de lucha. Pero, sin ese cemento, un partido nuevo va a ser una lista más de tránsfugas potenciales. Segundo, para consolidarse, un partido necesita cierto arraigo en la sociedad. Necesita una militancia –un grupo de personas que se identifica fuertemente con el partido, que está dispuesto a trabajar y sacrificarse por ello– con una lealtad incondicional (algo parecido a la de la hinchada aliancista o crema). Y necesita una base –más amplia– de gente que, aunque no milite activamente, siempre vote por el partido. En Argentina, un tercio del electorado siempre vota peronista. Es peronista. Nació peronista. El peronismo está en su sangre.
Ese tipo de lealtad y arraigo social no se genera con una Ley de Partidos. Surge del conflicto, de la polarización y la movilización social, y muchas veces, de la violencia. Revolución.Guerra civil. Periodos de extrema represión. Los sistemas de partidos de Colombia, Uruguay, Costa Rica y El Salvador surgieron de la guerra civil. Los partidos históricamente más fuertes de México, Nicaragua, y Bolivia surgieron de revoluciones. Muchos de los militantes originales del PAN mexicano participaron en la Guerra Cristera. Y partidos históricos como el aprismo, el peronismo y Acción Democrática en Venezuela se consolidaron durante periodos de polarización y fuerte represión. El APRA, el único partido fuerte que ha tenido el Perú, se consolidó durante la violencia de los años 30 y 40.
Paradójicamente, la única fuerza política que reúne las condiciones para la consolidación partidaria en el Perú contemporáneo es el fujimorismo. Es una paradoja porque no hay nadie más “antipartido” que Alberto Fujimori. Como presidente, Fujimori nunca invirtió seriamente en un partido. Pero el fujimorismo pasó por dos conflictos importantes. El primero fue la lucha contra SL, que marcó fuertemente a muchos fujimoristas. Dos décadas después de la caída de Guzmán, una defensa incondicional de la guerra contrasubversiva de los 90, una línea dura contra la subversión, y una profunda desconfianza hacia los organismos de DDHH constituyen el cemento ideológico que une a todos los fujimoristas.
Pero quizás más importante fue el periodo después de la caída de Fujimori, el periodo, según los fujimoristas, de la “persecución”. Para ellos, las denuncias, investigaciones y procesos judiciales (sobre todo, el juicio a Fujimori) que surgieron con la transición democrática constituyeron no solo una gran injusticia contra los que enfrentaron y derrotaron a SL sino también una persecución política.
Indignados, los fujimoristas cerraron filas (como me dijo uno de ellos: no hay mejor cemento para un movimiento político que un sentimiento de injusticia. Éramos como los cristianos en Roma”). La defensa de Fujimori se convirtió en una lucha política y, como muestra la politóloga Adriana Urrutia, esa lucha fortaleció al movimiento. Entre 2001 y 2007, una fuerza que había sido derrotada, desprestigiada, y fragmentada resucitó, con una identidad colectiva más fuerte. A diferencia del fujimorismo de los 90, el que surgió en los 2000 tenía militancia. Tenía ideología. Tenía mística. Claro, no exageremos: el fujimorismo no es un partido de masas, y su militancia y mística no se comparan con las del aprismo en su época dorada. Pero, a diferencia de Perú Posible, Solidaridad Nacional o el Partido Nacionalista, el fujimorismo tiene las materias primas –militancia, identidad, ideología– para la consolidación partidaria.
El fujimorismo no se ha consolidado. Todavía puede terminar –como pronostican muchos analistas– como el odriísmo. Pero si existe una fuerza política en el Perú con posibilidades de convertirse en un partido duradero, son ellos.